Te veo en el granero, vaquero
Tiró de las riendas para que Tosco se detuviera. Alzó la vista a las
montañas y vio sobre ellas un humo azul elevarse a los cielos. «Malditos
indios», susurró. Chasqueó la lengua en el paladar y Tosco continuó la
marcha.
Llevaba horas montado en su alazán. Debía descansar. Hacía más o menos
unas mil yardas que se había topado con el letrero caído de «BIENVENIDOS
A PAIN» y recién ahora pudo divisar una propiedad. Clavó las espuelas
en Tosco y este aceleró el paso.
Al llegar al rancho, Clayton se bajó del caballo e inspeccionó el
lugar. Además de la casa, detrás de ella había un granero y más atrás se
podía observar un corral con cuatro cerdos echados en el chiquero.
Estaban quietos y no se movían; disfrutaban de una siesta bajo el sol en
su porquería.
Clayton se quitó el sombrero, secó el sudor de su frente con el
antebrazo y se dirigió, levantando polvo en cada paso, hacia el aljibe
que había unos metros más adelante. Por suerte, el balde se encontraba
lleno de agua sobre el borde circular de ladrillos. Sumergió las manos
en él y se refrescó la cara. Tosco relinchó; Clayton desenfundó el arma y
se dio la vuelta, presto.
—Vaya —dijo una joven rubia de cabellos rizados—, un hombre de colt.
—No es bueno que sorprenda así a alguien que va armado, señorita.
—Tampoco es bueno que un hombre armado irrumpa en una propiedad privada.
Clayton devolvió el colt a su funda y sacudió el sombrero en la pierna
antes de volver a colocarlo en su cabeza; lo inclinó hacia adelante con
los dedos índice y medio de la mano derecha y se presentó.
—Clayton Jewel.
—Dakota Fray —dijo ella, impávida ante el extraño.
—Lamento haber invadido su hacienda, es que llevo horas cabalgando, sin
contar las semanas, y mi amigo está sediento —explicó, señalando a
Tosco con el pulgar.
—No es común ver a un pistolero por estos lados. Al sheriff no le gustará enterarse de su presencia.
—No tiene por qué saberlo. No tengo pensado quedarme en el pueblo. Me urge seguir mi camino.
—Ya veo —comentó Dakota, risueña—. Espero que tenga tiempo de mostrarme cómo usa su arma —dijo a continuación.
—¿Cómo dice? —preguntó, extrañado, Clayton.
Dakota comenzó a desabotonarse la camisa a cuadros y, mientras se la
quitaba, le dio la espalda en cueros. No llevaba sostén.
—Te veo en el granero, vaquero.
—¿Qué demonios…? —balbuceó Clayton. Miró a Tosco, quien sacudía la cabeza como si aprobara la situación.
Se encaminó tras la joven y se adentró al lúgubre granero, donde la
atrevida muchacha lo esperaba recostada como Dios la trajo al mundo
sobre un montón de heno.
—¿Qué esperas para usar tu pistola? —le insinuó ella.
—De hecho, es un revólver.
—Es lo mismo con tal de que dispare, ¿no?
Clayton arrojó el sombrero a un costado, se desprendió la pistolera y
la tiró al otro lado y se zambulló en aquel forraje de placer.
Besó a la mujer con salvaje pasión mientras acariciaba los contornos de
su figura de punta a punta. Oprimió sus pechos con ambas manos y
jugueteó con la lengua en las durezas tibias de sus puntas. Dakota
gemía, caliente; sentía, en la fricción que ejercía en su empapada
entrepierna, la dureza del hombre bajo el pantalón. Apoyó las manos
sobre el pecho de él y lo separó de su cuerpo con la intención de
dejarlo de rodillas. Este, obediente, se dejó llevar hasta quedar en la
posición que ella pretendía. Dakota le desabrochó el botón del pantalón y
bajó la cremallera en busca del miembro de Clayton. Este sintió el
calor de esa boca de labios de fresa envolver su pene y creyó que
estallaría en cualquier momento. La sujetó de los cabellos por la nuca y
la ayudó a tomar velocidad en ese sube y baja candente.
Un leve sonido lo desconcentró. Atinó a darse la vuelta, pero Dakota,
impetuosa, le bajó el pantalón y la ropa interior hasta las rodillas.
—Métemela —le pidió Dakota.
Y él lo hizo.
La sujetó fuerte de las nalgas para así poder embestirla con dureza
mientras que, con los dedos, tanteaba la otra posible entrada trasera,
que comenzaba a humedecerse y dilatarse.
La camisa de Clayton estaba mojada en el pecho, espalda y axilas. Unas
gotas cayeron de su frente y fueron a parar a la blanca y tersa piel de
Dakota, la cual mordía su labio inferior a causa de la lujuria que la
acometía.
—Eres un cerdo —le dijo ella entre jadeos.
—Ah, ¿sí? —respondió él, cachondo.
—Sí, eres un puto cerdo —le espetaron de atrás. Clayton giró la cabeza,
vio estrellas y halos de luz ante sus ojos y luego oscuridad.
Clayton abrió los párpados con mucha dificultad. El sol le lastimó la
vista y pestañeó repetidas veces. Soltó un apagado gemido a través de su
boca amordazada con cinta de embalar; dentro tenía una especie de bola
dura que la mantenía entreabierta, pero bien sellada.
Intentó moverse y le fue imposible, estaba atado de pies y manos tal
como se ata a un ternero luego de ser enlazado, completamente despojado
de ropas. De su ceja izquierda chorreaba un hilo de sangre que se
escurría sinuoso por el pómulo.
Estiró la cabeza hacia atrás todo lo que le era posible y se encontró
con el corral de los puercos. Sus ojos se abrieron como platos al
descubrir lo que dormía en el chiquero y que anteriormente confundiese
con animales. Eran personas. Cuatro hombres desnudos y maniatados igual
que él, con las cabezas afeitadas y la piel rosada, como si los hubiesen
azotado por horas, o días. Pero lo perturbador de aquel cuadro era ver
que ninguno tenía pies ni manos, en su lugar sobresalían huesos de sus
muñones, pulidos en forma de pezuñas.
—Hasta que el hombre de colt despertó —habló una voz femenina que no era la de Dakota.
Clayton enderezó la cabeza y vio a una mujer de cabellos oscuros y
mirada desencajada con un hacha en las manos. Llevaba puesto un delantal
de cuero con manchas rojas y resecas. Detrás de ella, Dakota sonreía;
traía el sombrero de él en la cabeza y su pistolera en la cintura. En
una de sus manos llevaba una navaja de afeitar.
—Ya te has revolcado con mi chica —expresó la del delantal manchado—.
Ahora te revolcarás en la mierda como el cerdo que eres. Pero para eso
debemos transformarte un poquitín, ¿sabes?
Clayton las veía aproximarse. Sabía que le cortarían las manos y los
pies para dejar sus huesos al descubierto a modo de patas de porcino y
que lo dejarían pelado y rosado como el culo irritado de un bebé.
Soltó un alarido con todo el poder de sus cuerdas vocales, pero el
grito se vio silenciado por la bola en su boca y la cinta que rodeaba
sus labios.
—¡Cerdos! —sentenció la del hacha—. ¡Todos los hombres son unos cerdos!
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