domingo, 11 de noviembre de 2012

EL CALLEJON DE LAS SIETE ESQUINAS

La leyenda del callejón de las Siete Esquinas y el muro del Convento de las Dominicas 

 

EL CALLEJON DE LAS SIETE ESQUINAS


Hay en Baiona un callejón, al que se accede por una callejuela entre la farmacia nueva y la plaza de abastos, desde la calle que ahora llaman de la Carabela de La Pinta. Es un callejón umbrío y un tanto extraño, y ya desde lejos tiene un áurea de misterio y peligro en que se envuelve. Antes de la restauración a la que lo sometieron, vivía enmarcado por dos altos muros de granito, húmedos y llenos de verdín,  y un siempre sucio suelo de oscura tierra pisada enmarcaban un poco recomendable paraje.

En época medieval, transcurría entre las huertas del convento de clausura, que cultivaban las monjas dominicas, y las huertas particulares de algunos hacendados. De ahí su nombre oficial “rúa entre as hortas” aunque en Baiona todo el mundo le llame el callejón de las siete esquinas, y ya desde aquella época corría la fama de lugar poco recomendable y mal frecuentado por malhechores y bellacos, que encontraban en aquel lugar oscuro, angosto y poco concurrido sitio para sus escaramuzas, hurtos y trapicheos, cobrándose peaje con sangre al mal parado que transitase el estrecho callejón.

Si cuestionas a los lugareños te contarán la leyenda de que si transcurrieres por ese callejón, tocando con la palma de la misma mano las siete esquinas por las que transcurre, podrás al cabo pedir un deseo a los hados o al destino en la fuente en que desemboca.

Esa leyenda, aunque extendida, no es del todo cierta, ya que esa mágica condición, lo es solamente en el ámbito amoroso y sentimental, y lo es por relación con unos hechos ejemplarizantes que allí acontecieron.

Era Sofía la hermosísima hija de Don Gonzalo Fernández de Córdoba y Quesada, hermano del Conde de Gondomar. Como muchacha casadera, su fama había traspasado allén de los pueblos, ya que se trataba de una joven dulce de rostro y de cabello moreno como el azabache, que enmarcaba una angelical figura. Pero como hija menuda de una de las familias más acaudaladas y nobles de la comarca, no podía desposarse con cualquiera.

Sin embargo, Sofía era la hija menor y preferida de Don Gonzalo, y su ya anciano padre la tenía consentida. Ella, soñadora y anhelante de esos amores caballerescos y corteses que leído había en folletines y poemas, le solicitó a su padre poner una prueba de coraje a aquellos candidatos a su mano. Debían todos aquellos que la pretendieran, pasar un año entero a la intemperie en el muro del convento de clausura, pasando las penalidades e inclemencias del tiempo y las incomodidades, para poder tomar su mano.

Aunque idea descabellada, a Don Gonzalo pareciole bien porque aquel que superara la prueba daría seña holgada de virtud caballeresca, rectitud de costumbres y fortaleza de ánimo, y soñaba su hija de aquel galán que la desposara por ella superara todas las adversidades, tal y como conocía de los libros de caballería.

Así pues, señalose el día convenido en uno de enero, para hacer coincidir el plazo con año natural, y se presentó en el muro de las dominicas lo más granado de la nobleza regional. Allí se hallaba uno de los vástagos de duque de Lerma, el  llamado Don Joaquín, allá parlaban animadamente el viudo Don Carlos de Lamas y Don Alejandro Javier de la Trinidad, tío y sobrino respectivamente de la casa de los Montenegro. Acullá se acomodaba entre almohadones y mantas Don Diego Acuña, sobrino del Conde de Gondomar. Muchos otros jóvenes nobles se hallaban en el murete al plazo convenido.

También se habían aposentado no pocos gentilhombres, que si no era por nobleza de armas que pudieran aspirar a la dama, sí lo eran por la de su bolsa. Y así estaban allí, entre otros, Juan de Calatrava, cuyo padre era el mayor sazonador de pescado de la vecina Redondela, o Daniel de Entre Ríos, hijo del mercante Don Guzmán de Entre Ríos, que poseía patente de corso para tres navíos, y comerciaba con otros ocho de su naviera en la próxima ciudadela de Tuy.
  
Unos alguaciles iban desde aquella mañana echando a haraganes, truhanes, y a todos aquellos que no demostrasen limpieza de sangre, o condiciones de oro o sangre que les permitieran aspirar a la mano de la hermosa Doña Sofía. Lo cual no evitó, que algunos cristianos viejos, de común artesanos o comerciantes accediesen a dicho concurso pese a lo exiguo de sus bolsas.

Paseaban Doña Sofía y su padre por entre los aspirantes, mostrando la joven su lozanía, pero decepcionada porque la mayor parte de los aspirantes reposaban cómodamente entre decenas de criados y siervos, en cómodas tiendas de campaña y con braseros, mantas y viandas que hacían de su estadía gran diferencia con la penalidad que ella había soñado para elegir marido.

Comenzaron a pasar los días, y poco a poco fueron yéndose algunos aspirantes. Al principio debieron abandonar las dominicas aquellos cuya estancia de vagar era más gravoso para su bolsa, los comerciantes menos acaudalados y nobles pobretones. Poco a poco, se fueron yendo, bajo la atenta mirada de Doña Sofía que veía cuán vana era la persistencia masculina, ya que pronto empezaron a dejar el lugar muchos de los más valiosos nobles por hastío, cansancio o aburrimiento.

El pueblo también contemplaba esa competición extraña con curiosidad, e incluso algunos taberneros avispados comenzaron a hacer negocio con apuestas acerca del vencedor de la misma. Ahora eran nueve los aspirantes que quedaban, y  cuando pasaba el mes de junio ya solo restaban tres. A las primeras lluvias de invierno abandonaban otros dos.

Solamente quedaba acomodado en aquel muro Don Andrés de Comesaña y Sarmiento, bastardo del Conde de Gondomar, joven con hacienda disminuída, pero de nobleza distinguida. Hablan de él que era fiero en la batalle y en el amor, y aunque no hermoso, su presencia elevaba el ánimo de la gente e inspiraba un. Doña Sofía pronto se fijó en el, y cuando quedo solitario en el muro, algunas veces se acercaba disfrazada de campesina para verlo de cerca, intercambiar algunas palabras y curiosear del único hombre que al final, había sobrevivido a aquella criba.

Acercándose ya las fechas de la cristiana  Navidad, Comenzó Doña Sofía a verse casada con Don Andrés, y su padre, Don Gonzalo, a verlo como yerno y a preparar los esponsales. Una tarde incluso se acercó a hablar con el joven y cerrar algunos detalles del matrimonio de su hija. Además, no pocos habían apostado por el en las tabernas, por lo que el pueblo en general, le tenía aprecio, y estimaba su presumible victoria. Todo el mundo parecía contento por el cariz que había tomado la competición, y por los próximos esponsales de Doña Sofía.

Pasaron las calendas festivas; Nochebuena y Natividad, con frío y lluvia, y asombrábase toda Baiona de la estoicidad con la que aguardaba presto el candidato en el muro de las Dominicas, cobijado entre algunas mantas y alimentado por las viandas que le facilitaban los vecinos y allegados. Pasó la festividad de la Matanza de los Santos Inocentes, y aproximándose el Nuevo Año, se aprestaban los detalles de los próximos esponsales, siendo ya un secreto a voces cada uno de ellos.

Pasó el día, sin embargo, y otro más y naciendo el día del mismo 30 de diciembre, la ciudadanía amaneció en sorpresa mayúscula… el joven don Andrés no se hallaba ya en el muro, y por tanto la apuesta de la boda de doña Inés encontrábase desierta.

Todo eran suposiciones y dudas, y no pocos vecinos acudieron al hogar de los Comesaña, allá por la aldea vecina de As Fontes de Bahíña, descubriendo atónitos que se hallaba el mozo allí, almorzando de buen apetito , y sin perder la compostura.

Todos preguntábanle qué causa le llevó a abandonar su hazaña, tan próxima estaba su conclusión, y una vez hubiéronse allanado las exclamaciones de asombro y las exclamaciones, dio el joven noble por hablar.

-Hace poco que, disfrazada de campesina, con Doña Inés hube topado y hablado, ya que aunque ella no me conociere yo si di en  reconocer sus rasgos y gestos. Fabló conmigo su padre y el regidor cortesano, dando por hecho nuestra unión. Habló conmigo incluso el mismísimo Arcipreste del condado, preguntándome por mi religiosa fé cristiana.

Muchos vecinos me habéis preguntado, comentado y opinado acerca de lo romántico y hermoso de la prueba que me había sido impuesta, y del mucho valor y tesón que he demostrado últimamente en este amor que en mi interior bullía y sin embargo, veíame a las noches con frío, hambre y penurias. Con tan solo los abrigos y cobijos que, como buenos vecinos, me ofrecíais con honrosas intenciones. Halleme en este año famélico, helado de frío, empapado de lluvias, y seco hasta la saciedad. Viome Doña Inés en todas estas circunstancias, y a pesar de todo, ¿tan vano es su amor, tan nula es su humanidad que hace meses que sabido era que yo era el único capaz de vencer su apuesta, y fue incapaz de evitarme  un mes, una semana, un solo día de sufrimiento y pesar?...

Si es así –cavilaba, más para si mismo que para su entregado auditorio- más vale huir a tiempo que humillar a una dama. Por eso me marche, ya que no quiero desposarme con aquella a quien su amor no acompañe su corazón y su alma, y que sea incapaz de evitarme una pizca de sufrimiento a pesar de que mi devoción por ella sea total y entregada mi alma, mi hacienda y mi honor.

Y es por esta historia, y por el infausto recuerdo del joven don Andrés y la necia doña Inés Fernández de Córdoba, y por aquel amor que no fue, que todos los jóvenes, en leyenda, dieron en tocar las siete esquinas del callejón que va a dar al muro de las Dominicas, debiendo pensar en cada una de ellas en el fruto de su anhelante amor, en recuerdo de la persistencia del joven don Andrés, y haciendo de memoria de que, sin esa tenacidad y apoyo común, todo sentimiento termina por parecer vano a  nuestros ojos, y desparecer, aún el amor más ardiente; y que si el amor es real y sincero, evita más que causa congoja al ser amado.

ARTÍCULO DE MARAVILLAS DE GALICIA:http://www.productosgallegosartesanales.com/

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