La leyenda del callejón de las Siete Esquinas y el muro del Convento de las Dominicas
EL CALLEJON DE LAS SIETE ESQUINAS
Hay
en Baiona un callejón, al que se accede por una callejuela entre la
farmacia nueva y la plaza de abastos, desde la calle que ahora llaman de
la Carabela de La Pinta. Es un callejón umbrío y un tanto extraño, y ya
desde lejos tiene un áurea de misterio y peligro en que se envuelve.
Antes de la restauración a la que lo sometieron, vivía enmarcado por dos
altos muros de granito, húmedos y llenos de verdín, y un siempre sucio suelo de oscura tierra pisada enmarcaban un poco recomendable paraje.
En
época medieval, transcurría entre las huertas del convento de clausura,
que cultivaban las monjas dominicas, y las huertas particulares de
algunos hacendados. De ahí su nombre oficial “rúa entre as hortas”
aunque en Baiona todo el mundo le llame el callejón de las siete
esquinas, y ya desde aquella época corría la fama de lugar poco
recomendable y mal frecuentado por malhechores y bellacos, que
encontraban en aquel lugar oscuro, angosto y poco concurrido sitio para
sus escaramuzas, hurtos y trapicheos, cobrándose peaje con sangre al mal
parado que transitase el estrecho callejón.
Si
cuestionas a los lugareños te contarán la leyenda de que si
transcurrieres por ese callejón, tocando con la palma de la misma mano
las siete esquinas por las que transcurre, podrás al cabo pedir un deseo
a los hados o al destino en la fuente en que desemboca.
Esa
leyenda, aunque extendida, no es del todo cierta, ya que esa mágica
condición, lo es solamente en el ámbito amoroso y sentimental, y lo es
por relación con unos hechos ejemplarizantes que allí acontecieron.
Era
Sofía la hermosísima hija de Don Gonzalo Fernández de Córdoba y
Quesada, hermano del Conde de Gondomar. Como muchacha casadera, su fama
había traspasado allén de los pueblos, ya que se trataba de una joven
dulce de rostro y de cabello moreno como el azabache, que enmarcaba una
angelical figura. Pero como hija menuda de una de las familias más
acaudaladas y nobles de la comarca, no podía desposarse con cualquiera.
Sin
embargo, Sofía era la hija menor y preferida de Don Gonzalo, y su ya
anciano padre la tenía consentida. Ella, soñadora y anhelante de esos
amores caballerescos y corteses que leído había en folletines y poemas,
le solicitó a su padre poner una prueba de coraje a aquellos candidatos a
su mano. Debían todos aquellos que la pretendieran, pasar un año entero
a la intemperie en el muro del convento de clausura, pasando las
penalidades e inclemencias del tiempo y las incomodidades, para poder
tomar su mano.
Aunque
idea descabellada, a Don Gonzalo pareciole bien porque aquel que
superara la prueba daría seña holgada de virtud caballeresca, rectitud
de costumbres y fortaleza de ánimo, y soñaba su hija de aquel galán que
la desposara por ella superara todas las adversidades, tal y como
conocía de los libros de caballería.
Así
pues, señalose el día convenido en uno de enero, para hacer coincidir
el plazo con año natural, y se presentó en el muro de las dominicas lo
más granado de la nobleza regional. Allí se hallaba uno de los vástagos
de duque de Lerma, el llamado
Don Joaquín, allá parlaban animadamente el viudo Don Carlos de Lamas y
Don Alejandro Javier de la Trinidad, tío y sobrino respectivamente de la
casa de los Montenegro. Acullá se acomodaba entre almohadones y mantas
Don Diego Acuña, sobrino del Conde de Gondomar. Muchos otros jóvenes
nobles se hallaban en el murete al plazo convenido.
También
se habían aposentado no pocos gentilhombres, que si no era por nobleza
de armas que pudieran aspirar a la dama, sí lo eran por la de su bolsa. Y
así estaban allí, entre otros, Juan de Calatrava, cuyo padre era el
mayor sazonador de pescado de la vecina Redondela, o Daniel de Entre
Ríos, hijo del mercante Don Guzmán de Entre Ríos, que poseía patente de
corso para tres navíos, y comerciaba con otros ocho de su naviera en la
próxima ciudadela de Tuy.
Unos
alguaciles iban desde aquella mañana echando a haraganes, truhanes, y a
todos aquellos que no demostrasen limpieza de sangre, o condiciones de
oro o sangre que les permitieran aspirar a la mano de la hermosa Doña
Sofía. Lo cual no evitó, que algunos cristianos viejos, de común
artesanos o comerciantes accediesen a dicho concurso pese a lo exiguo de
sus bolsas.
Paseaban
Doña Sofía y su padre por entre los aspirantes, mostrando la joven su
lozanía, pero decepcionada porque la mayor parte de los aspirantes
reposaban cómodamente entre decenas de criados y siervos, en cómodas
tiendas de campaña y con braseros, mantas y viandas que hacían de su
estadía gran diferencia con la penalidad que ella había soñado para
elegir marido.
Comenzaron
a pasar los días, y poco a poco fueron yéndose algunos aspirantes. Al
principio debieron abandonar las dominicas aquellos cuya estancia de
vagar era más gravoso para su bolsa, los comerciantes menos acaudalados y
nobles pobretones. Poco a poco, se fueron yendo, bajo la atenta mirada
de Doña Sofía que veía cuán vana era la persistencia masculina, ya que
pronto empezaron a dejar el lugar muchos de los más valiosos nobles por
hastío, cansancio o aburrimiento.
El
pueblo también contemplaba esa competición extraña con curiosidad, e
incluso algunos taberneros avispados comenzaron a hacer negocio con
apuestas acerca del vencedor de la misma. Ahora eran nueve los
aspirantes que quedaban, y cuando pasaba el mes de junio ya solo restaban tres. A las primeras lluvias de invierno abandonaban otros dos.
Solamente
quedaba acomodado en aquel muro Don Andrés de Comesaña y Sarmiento,
bastardo del Conde de Gondomar, joven con hacienda disminuída, pero de
nobleza distinguida. Hablan de él que era fiero en la batalle y en el
amor, y aunque no hermoso, su presencia elevaba el ánimo de la gente e
inspiraba un. Doña Sofía pronto se fijó en el, y cuando quedo solitario
en el muro, algunas veces se acercaba disfrazada de campesina para verlo
de cerca, intercambiar algunas palabras y curiosear del único hombre
que al final, había sobrevivido a aquella criba.
Acercándose ya las fechas de la cristiana Navidad,
Comenzó Doña Sofía a verse casada con Don Andrés, y su padre, Don
Gonzalo, a verlo como yerno y a preparar los esponsales. Una tarde
incluso se acercó a hablar con el joven y cerrar algunos detalles del
matrimonio de su hija. Además, no pocos habían apostado por el en las
tabernas, por lo que el pueblo en general, le tenía aprecio, y estimaba
su presumible victoria. Todo el mundo parecía contento por el cariz que
había tomado la competición, y por los próximos esponsales de Doña
Sofía.
Pasaron
las calendas festivas; Nochebuena y Natividad, con frío y lluvia, y
asombrábase toda Baiona de la estoicidad con la que aguardaba presto el
candidato en el muro de las Dominicas, cobijado entre algunas mantas y
alimentado por las viandas que le facilitaban los vecinos y allegados.
Pasó la festividad de la Matanza de los Santos Inocentes, y
aproximándose el Nuevo Año, se aprestaban los detalles de los próximos
esponsales, siendo ya un secreto a voces cada uno de ellos.
Pasó
el día, sin embargo, y otro más y naciendo el día del mismo 30 de
diciembre, la ciudadanía amaneció en sorpresa mayúscula… el joven don
Andrés no se hallaba ya en el muro, y por tanto la apuesta de la boda de
doña Inés encontrábase desierta.
Todo
eran suposiciones y dudas, y no pocos vecinos acudieron al hogar de los
Comesaña, allá por la aldea vecina de As Fontes de Bahíña, descubriendo
atónitos que se hallaba el mozo allí, almorzando de buen apetito , y
sin perder la compostura.
Todos
preguntábanle qué causa le llevó a abandonar su hazaña, tan próxima
estaba su conclusión, y una vez hubiéronse allanado las exclamaciones de
asombro y las exclamaciones, dio el joven noble por hablar.
-Hace poco que, disfrazada de campesina, con Doña Inés hube topado y hablado, ya que aunque ella no me conociere yo si di en reconocer
sus rasgos y gestos. Fabló conmigo su padre y el regidor cortesano,
dando por hecho nuestra unión. Habló conmigo incluso el mismísimo
Arcipreste del condado, preguntándome por mi religiosa fé cristiana.
Muchos
vecinos me habéis preguntado, comentado y opinado acerca de lo
romántico y hermoso de la prueba que me había sido impuesta, y del mucho
valor y tesón que he demostrado últimamente en este amor que en mi
interior bullía y sin embargo, veíame a las noches con frío, hambre y
penurias. Con tan solo los abrigos y cobijos que, como buenos vecinos,
me ofrecíais con honrosas intenciones. Halleme en este año famélico,
helado de frío, empapado de lluvias, y seco hasta la saciedad. Viome
Doña Inés en todas estas circunstancias, y a pesar de todo, ¿tan vano es
su amor, tan nula es su humanidad que hace meses que sabido era que yo
era el único capaz de vencer su apuesta, y fue incapaz de evitarme un mes, una semana, un solo día de sufrimiento y pesar?...
Si es así –cavilaba, más para si mismo que para su entregado auditorio- más
vale huir a tiempo que humillar a una dama. Por eso me marche, ya que
no quiero desposarme con aquella a quien su amor no acompañe su corazón y
su alma, y que sea incapaz de evitarme una pizca de sufrimiento a pesar
de que mi devoción por ella sea total y entregada mi alma, mi hacienda y
mi honor.
Y
es por esta historia, y por el infausto recuerdo del joven don Andrés y
la necia doña Inés Fernández de Córdoba, y por aquel amor que no fue,
que todos los jóvenes, en leyenda, dieron en tocar las siete esquinas
del callejón que va a dar al muro de las Dominicas, debiendo pensar en
cada una de ellas en el fruto de su anhelante amor, en recuerdo de la
persistencia del joven don Andrés, y haciendo de memoria de que, sin esa
tenacidad y apoyo común, todo sentimiento termina por parecer vano a nuestros
ojos, y desparecer, aún el amor más ardiente; y que si el amor es real y
sincero, evita más que causa congoja al ser amado.
No citais la fuente?...
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